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Libro de cuentos de José Angel Pernett Castillo

Fábulas y Cuentos

La Casa del Gran Mesón

“Pitillo”, apodo que le pusieron sus compañeros de trabajo, solo alcanzó el tercero de primaria. La muerte repentina de su padre, mientras atendía la más popular de las tiendas del municipio de Santa Cruz de Lorica, lo obligó a retirarse de la escuela y fue, desde ese instante, cuando empezó su lectura incansable de libros, revistas Life, Selecciones del Reader Digest, enciclopedias y cuanto cayera en sus manos. No había prensa local, regional o nacional que no devorara.

“Ni crean que se van a quedar sin leer”, les hablaba a los periódicos que acumulaba en un rincón de la tienda “El Atraque”, nombre raro para cualquier negocio, y más para una tienda de víveres y comestibles. No obstante,  resultaba curioso y atractivo a turistas y paisanos, por cuanto todos preguntaban la razón de dicho nombre: el negocio quedaba a orillas del Río Sinú, muy cerca, casi frente donde se arrecostaban o atracaban botes, chalupas y pequeñas embarcaciones de pasajeros que navegaban fluvialmente.

“El Atraque” o la “Tienda del Viejo Andrés Avelino”, con el paso de los años se convirtió en el negocio más conocido y famoso de ese lado cordobés, no solo porque la visitaba cuanto personaje importante llegaba al pueblo, sino también porque era el único lugar donde se podía conseguir de todo a cualquier hora del día o la noche. Casi todo el pueblo así mismo la conocía como "la embajada de Lorica".

Por aquel entonces, la ola urbanística visitó a Santa Cruz de Lorica y con ella se paralizaron las visitas, no solo de personas, sino también de las diversas variedades de garzas, patos y otras aves migratorias; ese rincón tropical del río Sinú, transitaba, sin que se dieran cuenta sus coterráneos, del paisaje romántico a la urbe menguante. Al mismo tiempo, otra ola se alzó en Lorica: la ola migratoria. "Pitillo" llegó primero a Cartagena, se alistó en el ejército y después de pagar el servicio militar, se hizo trabajador en un buque que navegaba sobre el Rio Magdalena.

En una de sus llegadas a puerto, en Barranquilla, ennovió y solo pudo casarse bajo la condición de abandonar la vida de navegante. El matrimonio lo ubico definitivamente en la "Puerta de Oro".

 

Fue uno de los primeros en llegar al barrio Las Nieves, ese barrio que aportó las primeras salas de cine a Barranquilla y a su espectro cultural carnestoléndico. Allí también se asentaron cientos de inmigrantes gitanos, que llegaban repletos de algaravías, música, jaranas nocturnas, juegos circenses y mucha quiromancia. Después fue el barrio Lucero, fundado por familias momposinas que se acomodaron en una calle que llamaron con el tiempo la "calle de las mecedoras" porque fueron los primeros negocios con mecedoras traidas del municipio de Mompox. De aquí, a su última morada en el territorio atlanticense: el barrio El Paraiso.

“Pitillo”, fue también unos de los primeros habitantes del Barrio El Paraíso. Llegó allí como adjudicatario de una de las cuatro casa-quintas que la Compañía Colombiana de Electricidad, concesión norteamericana y generadora de la energía barranquillera, construyó para sus ingenieros. Sus diseños tuvieron el mismo concepto que para la década de los años cuarenta del siglo XX, manejaron los norteamericanos de la Florida: inusitado interés por el volumen y la intención tropicalizadora de la arquitectura.

Las primeras casa-quintas del barrio El Paraíso, se alzaron en terrenos de propiedad de Karl Parrish, un inversionista norteamericano de origen alemán, que llegó poco antes que acabara la primera guerra mundial. El inversionista concibió la construcción de un barrio de residencias escogidas, con amplios jardines y comodidades modernas. Con su iniciativa se construyó el Barrio El Prado y justo al costado occidental, detrás de los campos de golf del Country Club, creció el Barrio El Paraíso.

“Pitillo” tomó posesión de su casa unos años antes de que el gobierno de Colombia iniciara para la Compañía Colombiana de Electricidad, junto con su emblema de “K-lixto kilovatio”, el proceso de nacionalización y transferencia de su razón social a la ciudad.

La adjudicación del predio fue hecha mediante concurso, que él no había ganó; lo hubo ganado otro trabajador que desistió a dicho premio “por estar la casa extremadamente retirada de la ciudad y en medio del monte”.

Los últimos noventa pesos que descontaron a “Pitillo” de su nómina como empleado de calderas, se lo hicieron a comienzos de los años setenta, años en que terminó de pagarla. Para ese entonces el barrio El Paraíso contaba con tres calles trazadas de oriente a occidente, paralelas al batallón Nariño, puesto militar construido para brindar seguridad a los ingenieros y a las obras de construcción del proyecto “El Prado”; las pocas carreras se trazaron paralelas al Río Magdalena.

Primero se construyeron las calles para darle entrada a la línea de buses “Delicias-Paraíso; buses de color azul que solamente llegaban hasta una esquina sur del Country Club. Los pasajeros desembarcaban y luego tendrían que caminar un kilómetro, sorteando durante el día encuentros con babillas, tigrillos, culebras y cualquier tipo de vida silvestre; “Pitillo” siempre aseguró que durante el día era fácil transitar, pero que en la noche, además, había que evitar el encuentro con un fantasma que se hospedaba en un viejo castillo - “Castillo de Rondón”-, y que merodeaba, durante la noche, por los alrededores de esa vieja construcción. Con los años levantaron exactamente en ese sitió, la fábrica Vanylon; después fue Monómeros de Colombia.

La construcción de las carreras avanzó tal como fue avanzando la urbanización del barrio. Ellas señalaron su crecimiento. Pero fue el patio de la casa de "Pitillo", ese solar de 35 metros de frente con 25 metros de fondo y bajo la solaz sombra de un palo de mango, que hoy tiene más de setenta años, donde se erigió el gran mesón, el primer “restaurante popular” o almorzadero de maestros de obras y albañiles de las casas que se construían. El levantó, con los mismos tablones que servían de andamios a los albañiles, pero que no tenían mayor uso por habérseles secado encima el cemento, una gran mesa donde, en punto las doce del día, llegaban los comensales para tomar el almuerzo. Fue un espacio de mucha consagración para “Pitillo”. Mama Efi, su esposa, gran jefe de cocina, avisaba a los albañiles, a través de Uldarico; un ayudante de los oficios, que podían pasar y degustar el “venganostureino”.

Allí se congregaban docenas de hombres que dejaban los dichos y refranes del caribe- blanco-azul; frases que alcanzaban a oírse a kilómetros, cuando soplaba la brisa del río. “Nada mejor que el río para radiar la publicidad del restaurante”, decía Pitillo. “Por este medio, agregaba, se enteran los nuevos comensales”. Allí llegaron además de los trabajadores de la construcción, las mujeres a lamentarse de sus maridos albañiles; no faltaron los prestamistas al veinte por ciento que liquidaban los salarios de la semana, vendedoras de lotería de la Rifa Urbe y uno que otro menor de edad buscando su paternidad.

La fuerza de trabajo que urbanizó el barrio se reconstituyó potencialmente con los almuerzos del “Gran Mesón”. Su desaparición vino a darse después de cinco años, tiempo que duró la ola urbanizadora.  Desde ese patio, desde esa mesa grande, "mama efi" recomendó a muchas jóvenes, la mayoría madres solteras, para que trabajaran en casas de familia como cocineras, cuidadoras de niños y ancianos, lavanderas o servicio doméstico en general. Eran también inmigrantes que llegaban desde el departamento de Córdoba, las sabanas de Bolívar y Sucre, buscando también su sueño de expectativa personal. Tan agradecidas fueron, que pronto en sus pueblos se regó la noticia que en una casa del barrio El Paraíso se les conseguía empleo a todas las que llegaran. Las mejores recomendadas eran de los pueblos de la Sabana de Bolívar y tenían el privilegio de quedarse varias semanas y hasta meses a vivir temporalmente donde “Pitillo”, haciendo oficios, hasta que se les hallaba trabajo. Fue una especie de embajada pueblerina y fue por esta circunstancia, que cada hijo e hija de él y "mama efi", tuvieron durante pequeños su propia cuidadora que los atendía. "Ni los ricos se dan ese lujo",  decía Pitillo.

Si en medio de las labores se accidentaba alguno de los albañiles, un rincón del patio de la casa de Pitillo era el lugar de asistencia. Desde allí se determinaba si el paciente debía llevarse al puesto de urgencias del hospital de la Liga antituberculosa colombiana, en las afueras del barrio, o se le practicaba el tratamiento casero. La mayoría de casos eran traumas que atendía directamente Cristóbal Cavadía, pariente de "mama efi", vecino del barrio San Salvador y de oficio sobandero.

Cristóbal Cavadía era además músico y tocaba con mucho entusiasmo la tuba, un instrumento tan grandote como él mismo; sus brazos eran tan largos que alcanzaba a cubrir todo el instrumento. Cada 16 de julio y 11 de noviembre, después de las seis de la tarde, Cavadía tocaba el instrumento en el barrio y poco a poco se congregaban a su lado gentes vecinas a oírlo tocar. Ahí fue el comienzo de las cumbiambas que la familia Avella, año tras año en medio de la calle, harían para amenizar las celebridades de la virgen de El Carmen y de La Candelaria.

Fueron momentos que permitieron el conocimiento familiar y la socialización de las recién llegadas familias que se mudaron en las primeras casas de la ola urbanizadora. Los músicos tocaban en el centro de la calle y cada familia llevaba sus velas y espermas para danzar alrededor. De allí salió una Junta de carnaval que lanzó la primera reina del barrio y la primera verbena, la que tuvo como sede el frente de la casa de Pitillo; él fue miembro de la junta carnestoléndica.

El frente de su casa también fue escenario de acontecimientos, algunos extraños para la época; uno de ellos fue la reconstrucción del primer asesinato que se dio en el barrio. Fue un crimen muy sonado por la forma en que ocurrió. Federico el jardinero del barrio, tuvo un día cualquiera, un rifi-rafe por un servicio de jardinería contratado. Federico recibió un insulto de parte del dueño de la casa contratante, al que llamábamos “cuatro nalgas” por el volumen de sus asentaderas, y que maltrataron la dignidad de Federico. Como de costumbre, al caer la tarde Federico dio libertad a su garganta y se embriagó con "gordolobo" un ron blanco muy consumido por ese entonces.

Entrada la noche, Federico fue a la casa de "cuatro nalgas" y lo mató a golpes con un tronco de los que cortaba en los patios de las casas. Dicen que salió huyendo, pero que luego se entregó a la policía; otros cuentan que lo capturaron llegando a Tubará. Lo único cierto, fue que en ese momento, las versiones de cada lado se pusieron a prueba en la reconstrucción del crimen que tuvo lugar frente a la casa de Pitillo.

La cuadra se lleno de gentes desde las cinco de la tarde y a las siete en punto ya no cabía un alma. Vendedores ambulantes, carteristas que venían de los barrios de Siape y San Salvador hicieron su agosto y hasta los soldados del Batallón Nariño que hacían la guardia, aprovecharon el simulacro para “vacilar” a las muchachas del servicio; al final, todos se congregaron con mucha atención para ver “cómo fue que ocurrieron los hechos”. Vecinos del barrio Siape, un año más tarde y durante los próximos carnavales, representaron con una comparsa y letanías, el crimen cometido.

Al mismo tiempo que “cuatro nalgas” reposaba en el Cementerio Universal, Federico purgaba su delito en la Cárcel Modelo. Años más tarde Federico murió atropellado por un camión cerca a la avenida Circunvalar conduciendo su "carro de mula". Yace enterrado en el cementerio de su pueblo.

La casa de Pitillo fue distinta en su diseño a todas las que se construyeron durante la ola urbanizadora, aunque igual a otras tres casas quinta, construidas años atrás para los ingenieros gringos. Pero ahora, en solo cinco años, se construyeron idénticas, en serie desde los planos y por eso se repetían y repetían sin diferencia alguna; fue el azar quien intervino como circunstancia para imponer la repetición como un elemento del diseño y del paisaje.

El azar, como un personaje mítico, intervino y lo hizo coincidencialmente al otro costado de la calle donde vivía Pitillo. Ocurrió que cierto piloto aéreo de apellido Certain ganó uno de los sorteos de la Rifa Urbe, empresa que durante décadas rifó casas en el centro y norte de Barranquilla. Pronto el aviador dejó su profesión aérea y con los mismos planos de la casa ganadora empezó un seriado urbanístico, pero ahora desde su nuevo oficio de constructor.

Antes que comenzara el fenómeno de la clonación urbana en el barrio El Paraíso, otras tres casas se diseñaron para que funcionaran como tiendas; las tres fueron de esquina y fueron las primeras tiendas del barrio. Primero fue la de los Ching, familia de inmigrante Chinos, que con los años y bajo circunstancias impredecibles fueron a dar al sur de Barranquilla con el negocio de las hortalizas. Impredecibles fueron también las circunstancias que promovieron a que gentes sin techo, invadieran terrenos del sur, llevándose consigo las hortalizas de la "china Ligia". De manera irónica, el barrio que derivó de esta acción expropiadora, terminó llamándose "La Chinita".

Luego aparece “El Triunfo”, hoy convertida en ferretería, propiedad de la familia Guarín, de matrimonio santandereano-tolimense, de cuyas celebraciones familiares, los jóvenes que éramos de la cuadra aprendimos que no todas las fiestas se bailaban con cumbias y porros, sino que algunas se amenizaban alegremente con bambucos y torbellinos. La última tienda, “La Veloz”, tienda que aun existe sin haber dejado de ser santandereana.

La tienda de “los chinos” y “El Triunfo” se situaban en diagonal y al comienzo de la cuadra de Pitillo; una fue el primer lugar de encuentro de los primeros jóvenes del barrio. La otra, lugar de encuentro de los veteranos, los  padres esos mismos adolescentes que departían con el licor de moda: Ron Fala y una que otra botella de whisky de contrabando. Luego aparecerán otros dos puntos de reuniones juveniles, tan diferente uno al otro como a los dos anteriores. Uno fue el parque, que captó un estrato social de pocos estudios; muchos de ellos fueron víctima de las drogas. El otro punto, colindante con los campos de golf del Country Club, eran muchachos de estrato social alto, hijos de comerciantes independientes, seudo-aristócratas que no se rozaban ni con los del parque ni con los de las tiendas de los chinos y El Triunfo; a estos últimos perteneció la descendencia de Pitillo y la de sus amigos.

Desde ahí, desde estos cuatro puntos, se configuró una generación, que hoy cada cual por su lado y desde sus íntimas vivencias, redime una historia tan placentera como interminable. La redimimos desde una casa que ayudo a construir; fue la Casa del Gran Mesón.

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