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Fábulas y Cuentos

El Precio de ser Jóven

   Ricardo se levantó muy de prisa; un día antes hasta muy tarde había estado reunido con varios amigos del vecindario, organizando las ideas de una carta que leería al señor alcalde mayor quien cuando presidiera la sesión del Encuentro Ciudadano en su localidad de Ciudad Bolívar.

    Me sorprendió cuando me lo encontré en la puerta de mi oficina de la rectoría y con cierto temor me dijo: “¿profe me ayudaría usted con una petición para leer en la asamblea, esa en la que va a asistir el alcalde?”.

    Yo que en esos días me encontraba afanado con la preparación de la respuesta que debía enviar a los supervisores de educación respecto a unas denuncias que habían hecho los estudiantes sobre violación de sus derechos, alcancé a responderle con una pregunta: “¿tendré tiempo?”; y como si fuera yo mismo, Ricardo respondió: “Claro profe, ya casi se desocupa; yo espero; ¿a que hora le caigo?”

   Vea Ricardo, –le contesté- mas bien vaya a clase y regrese a la hora del descanso; ya me hizo usted perder el “venga-a-nos tu reino”.

     ¿Y qué es eso?...

     Vaya a clase, después le explico.

     Ricardo salió de la oficina, pero antes lanzó una expresión que me hizo detenerlo; “¡Ojalá no me pase como a mi papa!”, exclamó.

    ¿Y eso que quiere decir?

    “Vea, mañana le voy a mostrar la carta que mi papá escribió al Papa Juan Pablo II; el iba a leerla a nombre de todo el barrio cuando ese señor llegara; eso fue el año en que yo nací, en 1986”.

     ¿Y qué tiene que ver?...

    “Me contó mi mamá que esa carta la dejó junto con otras cosas después que salió de la casa y nunca más volvió.”

    ¿Y qué le pasó a tu papá? le pregunté, mientras abandonaba lo que hacía con lentitud y me interesaba por su respuesta.

     ¡Nunca se supo de él!, respondió con naturalidad.

   Vea; cuando el Papa vino a Colombia, la gente de Ciudad Bolívar se quedó ensayada. Lo esperaban en el barrio que le habían dedicado para que bendijera la plaza de mercado que estaban construyendo y para entregarle la carta. “Hasta ahora las autoridades no nos han querido escuchar”, escribieron en ella. Segura-mente pensaban que esta vez sí serían oídos; y fíjese usted, tampoco el Papa pudo complacerlos.

     “Es que rector, ¡hay una racha de ‘limpieza social’ en el barrio”!

    Me di vuelta y quedé mirando contra las lomas secas; lo había visto crecer en catorce años laborando en el Colegio Rodrigo Lara Bonilla; desde entonces había visto cómo las casas iban invadiendo esas lomas cual erisipela; cómo se alzaba el ladrillo desnudo en obra negra aumentando la adustez de su paisaje. Había conocido muchas cosas; de drogas y jíbaros, pandillas y parceros y de limpieza social; pero también del mayor tesoro que tienen las gentes de Ciudad Bolívar: el sentido comunitario.

    Desde allí arriba podía ver el agite de Bogotá.

Este país, me dije a mi mismo, no puede ser como el Saturno de los romanos que devoraba a sus hijos. ¡Ricardo, empecemos a escribir esa carta!, le dije.

    Tres días más tarde, me comentó Ricardo que el Encuentro Ciudadano había tratado sólo el tema de la salud.

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