Fábulas y Cuentos
Bioncio, el caballo difunto*
Hubo una vez un caballo al que llamaban Bionicio; era un caballo hermoso, de crin negra, aunque el resto de su cuerpo, estaba cubierto de pelo color café. Su estatura era mediana como su dueño, Aquiles Bailó.
Siendo precaria su situación económica, Aquiles decidió un día ponerlo en venta; "Ya no tengo como mantenerlo", se decía él mismo a cada rato; "me da pesar con el animalito".
De pronto se acordó de un anciano raro y misterioso, que por esos meses habitaba una finca cercana a su humilde vivienda de campo. Tal vez ese viejo loco quisiera comprarme a Bionicio; lo visitaré para ofrecérselo. A mí que me importa que cara tenga ese señor, lo que me interesa es que cuide el animal.
Armando, se llamaba el propietario con cara de loco misterioso y no era el dueño de la finca; en cambio sí era alguien que así mismo se llamaba un inventor y decía sin escrúpulos que estaba detrás de un propósito descabellado. Santaeelenae-perisodáctilo-Equus se llamaba el experimento que tenía en mente. Lo único que le hacía falta para dar inicio era conseguir un caballo, y sin mucho apuro, ahora estaba frente a un campesino que le ofrecía uno en venta.
¡Uhmm... todo hasta ahora va muy bien! Se dijo. Su interés era estudiar la composición ósea y calcífera del caballo y justo en este momento le ofrecían a Bionicio.
Armando partió con Bionicio para la capital, que durante esos primeros años del siglo XIX tenía un olor pestilente en los sitios cercanos a los templos. La causa estaba en la inveterada costumbre de dar sepultura a los difuntos en el subsuelo de esas viejas construcciones. Se pensaba por aquella época, que solo enterrándolos en lugar sagrado, era posible que sus almas se beneficiaran con las indulgencias que se hicieran por misas, responsos y plegarias. Las autoridades lucharon tenazmente contra esta vieja costumbre y ni siquiera la bendición otorgada por el Arzobispo de la curia al cementerio que el Virrey Ezpeleta mandó construir frente a la Estación de la Sabana, logró cambiar a los santafereños de su ley.
La saturación de los templos llegó a extremos alarmantes en 1925 y ahí es cuando Armando el "inventor", se propone el estudio de los huesos del caballo para producir una sustancia que descontaminara la ciudad de la pestilencia.
Pero el traslado de Bionicio no le salió a Armando como lo había pensado, porque casi en las puertas de Santafé de Bogotá, el animal se extravió en medio del gentío y rebaños de animales de pastoreo que circulaban hacia la plaza central del mercado. Por más que buscó, preguntó y denunció a las autoridades la pérdida del animal, no pudo dar con el equino.
Alguien le dijo que habían visto un ejemplar parecido por allá por el camino de Engativá, muy cerca a los terrenos que el gobierno republicano había comprado con destino a la construcción del Cementerio Central y que en esos días habían inaugurado.
Armando en su búsqueda de Bionicio vio llegar al cementerio recién inaugurado el difunto número uno; un acaudalado parroquiano de San Victorino, cuyo cadáver fue sepultado en un finísimo ataúd, en el nuevo camposanto. Pero también vio que a los pocos días fue desenterrado el mismo personaje. Corrió entonces el rumor de que este fue suplantado y que el extinto había sido enterrado en una iglesia.
El revuelo fue tremendo; el jefe municipal, con notario y autoridades de policía, se trasladaron al lugar, seguido de curiosos dispuestos a presenciar la exhumación.
Armando se ligó a la romería y cual fue su asombro cuando comprobó que quien yacía en el féretro era la cabeza del acaudalado primer difunto, pegada al cuello de Bionicio su caballo.
* Adaptado de un cuento original de Julián Pernett Castilla